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jueves, 1 de diciembre de 2016

Te amaré hasta mi último suspiro

No me gusta el mes de noviembre. Me hace sentir en la antesala del final del ciclo del año y todo parece alargarse eternamente. Es como si el tiempo se ralentizara y, con ello, lo que sucede a lo largo de los días. El trabajo diario, los problemas...

Soy un mercenario, y por eso te abandoné. Porque no podía darte la mejor de las vidas. A pesar del dolor en mi pecho y, de las lágrimas en tus ojos, te dejé con la esperanza de que pudieras encontrar al hombre que te mereciera de verdad. Pero el corazón me alertó de que me necesitabas. Algo sucedía. Y, después de cinco años sin vernos, te busqué. Llegué hasta el pueblo donde ambos nacimos y lo exploré incansablemente, hasta dar con tu hermano. Que, tras mostrarse furioso conmigo por haberme marchado de tu lado, terminó diciéndome que te habías ido a vivir a tres pueblos hacia el norte. En una pequeña aldea donde la vida era muy dura por carecer de casi todo. El pecho se me encogió y el alma se partió en mil pedazos. La culpabilidad me abordó. Y, aún así, seguí cabalgando en tu busca. Como me he dado cuenta que he hecho siempre, aunque no haya querido confesarlo en voz alta. 

Atravesé tupidos bosques que, con sus ramas afiladas, arañaban mi rostro sin piedad. Esquivé a lobos hambrientos que nos querían a mi caballo y a mí de cena y, bordeé el sinuoso río, hasta llegar a la aldea. Apreté las mandíbulas con fuerza al ver su estampa. Olía a muerte. Las personas con las que me cruzaba en el camino eran viejos que tiraban de sus cuerpos por un día más de vida. No había casi niños. Los perros estaban en los huesos y, sus miradas sigilosas, te observaban con demasiado interés. Paré en la posada y pregunté por ti. Me dirigí a la última casa que tenía un pequeño corral de gallinas. Allí es donde me dijeron que estabas. Y, al abrir la puerta, me golpeó la enfermedad. Tú estabas tumbada en un pobre camastro, cerca de la lumbre. Una joven mujer que intentaba calmar tu fiebre con un paño húmedo, me contó que te había alojado en su casa y que os habíais hecho amigas. Que no tenías esposo ni hijos. Y, nuevamente, la culpabilidad me embargó. Yo hubiera muerto por ti pero, no queriendo ser egoísta, traté de proporcionarte mejor final que casarte con un mercenario. Y, sin embargo, tú no quisiste unirte a ningún otro hombre. Preferiste la soledad. Volví a la realidad cuando me dijo que te morías. Que la fiebre se empeñaba en no soltarte. Que, el único remedio posible, era una pequeña flor que crecía en las cumbres de las montañas que bordeaban la aldea. Pero que no había nadie con la energía suficiente como para subir hasta allí por lo lejos que se encontraba. Sin dudarlo, dije que yo lo conseguiría. Y, besándote brevemente en tus labios calientes, partí.

Con paso decidido y, sabiendo que el tiempo apremiaba, espoleé a mi caballo y le hice dar el máximo posible. No me costó demasiado llegar a los pies de las montañas, lo que sí sabía que me iba a llevar más tiempo, eran sus cumbres. Comenzaba a nevar y, el viento helado, era un vil traidor que se clavaba en mi cuerpo con violencia. Yo, con mi objetivo fijado en mente, continué el ascenso. Escalé, tropecé, resbalé, salté por encima de troncos que me obstaculizaban el paso, y caminé lo más rápido que me permitían mis cansadas piernas y, el fuerte viento, hasta que, por fin, logré alcanzar la cima. No importaba la constante pared de aire que me encontraba ni el frío. Tampoco si mis fuerzas seguían ahí o no. Lo único importante eras tú y salvar tu vida. Y debía conseguirlo costara lo que costase. Busqué a los pies de los árboles y en seguida la encontré. Mis ojos se llenaron de lágrimas ante su belleza. Era tal y como me la había descrito la mujer que te secaba el sudor del rostro: cinco pétalos de un azul profundo y, en su centro, en su corazón, amarillo salpicado de motas naranjas. Debía cortar con cuidado, pues su tallo era frágil y era muy importante que la flor no se rompiera. No me dijo cuántas debía coger, así que, decidí llenar una pequeña bolsa de piel. A pesar de que mis manos estaban enguantadas, el frío lograba penetrar. Cuando logré terminar, me apresuré a descender. La tormenta no arreciaba y todo estaba empeorando. Y, aunque pareciese que ahora sería más fácil por tratarse cuesta abajo, no fue así. La nieve comenzaba a cubrirlo todo y el viento me empujaba por la espalda. Tuve que usar mi espada a modo de guía para no tropezar. Pero, el camino, por fin llegó a su final. Y, nuevamente, mi caballo se lanzó a la carrera para lograr llegar cuanto antes. Agotado y empapado, abrí la puerta de la casa y dejé la pequeña bolsa sobre la mesa. Te miré una última vez y, me marché, a pesar de la insistencia de la joven mujer porque me quedara. No quería quedarme para saber si morías o vivías. No quería ver el odio reflejado en tus ojos si me encontrabas allí. Nunca he sido creyente y, aún así, recé al dios que tanto has rezado tú para decirle que, si había alguien digno de salvar de las garras de la muerte, esa eras tú. 

Decidí hospedarme en la posada. Pagué por una pobre habitación, por una cena escasa y por alojamiento para mi caballo. Y, al día siguiente, con el cielo tan gris como cuando llegué, me marché sin mirar atrás. 

He mandado entregarte esta carta porque sé que estás bien. Que lograste sobrevivir y quería que supieras lo que el amor me hizo hacer por ti. Tu hermano, en mi último paso por el pueblo, me habló de tu mejoría milagrosa. A pesar de lo necio que siempre fui, llevé tu corazón conmigo. Y, antes de que las fiebres me lleven a mí, quería decirte que te amé como un loco. Que nunca te lo dije las suficientes veces ni te lo demostré. Y, por eso, siempre me consideraste peor que a un perro. Pero, quería que supieras, que siempre deseé una vida junto a ti. Hijos. Pero, sólo sabía ganarme la vida como mercenario. Y no quería eso para ti. No te lo merecías. Y, a pesar de que te abandoné, no volví a tocar otras manos, ni otros labios. No deseé otros cuerpos. Ni otros ojos ni otra sonrisa. Solamente exististe tú. Te amo y te amaré hasta mi último suspiro.







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