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miércoles, 6 de julio de 2016

Imsomnio

Son casi las siete de la mañana y llevo casi hora y media sola. No he dormido más que unas tres horas y media. Y tampoco de un tirón. Me acosté nerviosa y no era capaz de dormir. Un fuerte nudo se había instalado en mi pecho, y a penas respiraba. No quería despertarlo, y me levanté. Se avecinaba tormenta. Los ruidos me alertaron y, al levantar la persiana de la terraza, pude ver cómo se iluminaba el cielo por partes. El viento se levantó poderoso y decidí retirar el toldo. Aún siendo la una de la mañana, todavía quedaba gente en la calle que se divertía dando gritos y balonazos contra las paredes. Supongo que creerían que la tormenta no iba con ellos. Que no les mojaría. Pero sonreí maliciosa al ver que sí, y que corrían para refugiarse. Al menos, esa noche, dejarían dormir a las personas. Él se levantó enfadado poco después, alertado por el ruido de los truenos, y porque yo no estaba a su lado, junto a la cama. Era tarde y tenía que levantarse pronto para ir a trabajar y, entre protestas, se marchó. Yo seguí un buen rato más disfrutando de los ruidos de los truenos y de los relámpagos. Y del turbión de agua que mojaba cuanto encontraba a su paso. Juraría que hasta granizó un poco... Mi perro fiel, se tumbó a mis pies, esperando el momento que le dijera que nos íbamos a la cama. Pero aún me sentía inquieta. Mi mente no paraba de viajar a una velocidad vertiginosa. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Debo seguir intentándolo? ¿Estaré equivocada? ¿Es posible que me haya obcecado en escribir cuando, realmente, no es eso lo que debo hacer, según ciertas personas? Me da miedo que me haya equivocado. Que haya creído que era esto lo que tenía que hacer cuando, en realidad, puede que no lo fuera. Porque, si esto es así, entonces, ¿qué me queda? Escribiendo me siento bien, me libero, viajo a mundos y situaciones increíbles con personas excepcionales. Sé que hago sentir bien a otras personas cuando leen lo que escribo. Y, aún así, no paro de cuestionarme. No sé qué hacer ni por dónde continuar. Me siento atascada... Creo que lo que escribo merece tener la oportunidad de tratarse con respeto y no recibir las ofertas ofensivas que he tenido que leer hasta ahora. Y, sin embargo, no soy capaz de lograrlo. De llegar a ese punto. Trato de tranquilizarme y enciendo el móvil. Realmente, no sé qué es lo quiero hacer a esas horas de la madrugada pero, teniendo en cuenta que no puedo hacer ruido, mis opciones son pocas. Esperando que algo me anime y me haga ver las cosas de otra manera, busco las aplicaciones que me bajé un día de tarot. Sé que es una tontería y que acertarán menos aún que una tarotista, pero son gratuitas... Me recorro las cuatro que tengo y, en general, me dicen cosas buenas. Que tenga prudencia, que sea paciente y no desespere porque, al final, lograré lo que tanto ansío. Sonrío porque al menos, esta vez, me dicen algo bueno. Cada uno cree en lo que quiere y yo siempre he pensado que hay algo divino por encima de nosotros. Y que, además de tu esfuerzo y tesón, ese algo, juega sus cartas para ponerte en el camino de lo que, tarde o temprano, está destinado para ti. Un poco más tranquila, decido mirar anuncios sobre perritos. Me gustaría adoptar uno y, aunque sé que ahora no es el momento, me consuelo pensando que, un día, salvaré a otro. Miro la hora en el reloj de péndulo y veo que son casi las dos de la mañana y, por vergüenza, más que otra cosa, decido irme a la cama. De lo contrario, estaré hecha polvo al día siguiente. Bajo la persiana con cuidado de no hacer ruido y llamo a mi perro. Apago la luz de la lamparita de sal y cierro la puerta del salón. Guío a mi perro hasta la cama porque se queda en mitad del pasillo esperándome. Cuando me vuelvo a tumbar, él gruñe y dice que no hago más que molestar. Y me siento culpable porque sé que, por mi culpa, va a estar cansado cuando llegue la hora de levantarse. Pero no entiende que estoy preocupada. Que siento inquietud en mi interior y que no hago más que pensar y debatirme entre muchas cosas. Y, lo peor de todo, es lo mal que me siento con todo esto. Lo atascada y paralizada que me veo. Porque, por más que intento, no obtengo lo que quiero. Para lo que estoy esforzándome y trabajando. Me digo a mí misma que, la próxima noche, dormiré en el salón para no despertarle. Al fin y al cabo, él debe madrugar. Con el suave silbido del aire acondicionado, mi mente vuelve a volar. Las pantallas de los despertadores son los que iluminan levemente la habitación y yo permanezco con los ojos abiertos. De repente, unas ganas de increíbles de llorar, llegan a mí. Llevo intentando desahogarme con las lágrimas desde hace días pero, misteriosamente, se niegan a venir a mí. Ahora llega otro mal trago. Llorar en silencio para no despertarle. Girada sobre mi lado, mirando hacia las puertas del armario, aguanto los envites del llanto. Las lágrimas comienzan a resbalar por mis mejillas hasta humedecer la almohada bajo mi rostro. La asfixia me envuelve y debo tomar aire. Tres golpes más y el llanto, tan pronto como vino, desaparece. Aunque la congestión tarda un poco más en retirarse y me esfuerzo por tratar de recuperar la respiración. Me siento tan mal. Tan acorralada. Tan sola... Me giro hacia el lado contrario y, minutos más tarde, él se da la vuelta y se gira hacia mí. Supongo que estará en ese impás entre el sueño y la consciencia. Pero, evidentemente, no habla y ronca suavemente. Y yo me quedo dormida mirándole.

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