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martes, 26 de julio de 2016

Promesa rota

Hacía un rato que había dejado de llover y, aún así, los ricos olores que despertaba el agua sobre el aire, la tierra y las plantas, flotaban en el ambiente. Las nubes se movían dejando paso a un brillante arcoíris, sin un final definido. Y, sentados en un banco, se encontraban ellos dos. Estaban frente a frente. Él entrelazó sus dedos con los de ella y, aunque buscaba su atención hablándola, sabía que no era suficiente con sus palabras. Porque ella, a pesar de que lo estaba escuchando, lo miraba con aire distraído. Como si no terminase de creer en sus palabras. Como si le diera miedo hacerlo. De repente, golpeado por un impulso, acarició su suave y sonrosada mejilla. Y, como si lo hubiera hecho por primera vez, comprendió lo hermosa que era. Sus ojos almendrados, lo absorbían todo. Mientras que su melena trigueña, la acariciaba con descaro. Logrando ensalzar, aún más, su bello rostro. Él la tenía por una mujer delicada, pero no era así. Era pura apariencia. Porque era de todo menos eso. Por su valentía era por lo que se veían en aquella situación. Porque ella le había demostrado que era todo o nada. Que había que aventurarse a correr el riesgo, porque, seguro, merecería la pena. Que no había lugar para los temores. Pero él había temido y ella lo había visto. Y, tan comprensiva como era, le había dejado dulcemente. Sin reproches. Aunque él era un ser egoísta que, estaba tan enamorado de ella, que no estaba dispuesto a dejarla escapar. El mes que había pasado sin ella, había sido tiempo más que suficiente, para comprobar lo vacío que se sentía. Añoraba sus besos, sus caricias, su risa, el candor que desprendían sus ojos cuando le miraba... Y quería que todo aquello fuera suyo y de nadie más. Para siempre. Por eso estaban allí, en aquel banco, sentados frente a frente. Porque tenía que decírselo. Pero él era torpe con las palabras y sentía que no terminaban de decir todo lo que quería. Rabioso y asustado a partes iguales, enmarcó su cara con las manos y, observando su gesto de sorpresa, se lanzó a demostrarle todo aquello que con palabras no era capaz. La besó con fuerza. Con furia. Y, quizás, con un poco de autoridad. Demandaba su atención y su total entrega. Se entregó a las sensaciones que ella despertaba en él y se emborrachó de ella. Bebió su dulce néctar como si fuera lo único que le podría mantener con vida. Exploró cada rincón de su boca y, con plena satisfacción, sonrió cuando ella se rindió, poniendo los brazos alrededor de su cuello. ¡Cómo la había echado de menos! Y ella sólo pudo dejarse hacer. Sentir cómo, una vez más, lograba alcanzar el cielo a través de él. Se separó lentamente. Con pereza. Orgulloso de poder contemplar aquellos labios hinchados y húmedos, que él había besado con devoción. Sonrió travieso al comprobar que ella aún tenía los ojos cerrados, quizás, perdida en el torbellino de emociones que, esperaba, hubiera despertado en ella. Poco a poco los abrió y, cuando quiso hablar, él tapó sus labios con el dedo. Impidiéndole hacerlo.
- Sé que te hice la promesa de que no volvería a besarte, a menos que estuviera seguro de lo que sentía por ti. Y sé que la he roto.- se observaron en silencio.- Pero, tenía que hacerlo. Mis palabras no eran suficientes para llamar tu atención. Para decirte todo lo que quería decir. Me he dado cuenta de que, antes, existía. Vagaba por el mundo sin saber lo que era sentir de verdad. Pero, desde que te conozco, vivo. Soy un ser con esperanzas que, de no haberte encontrado, jamás hubiera deseado. Déjame decirte que te has convertido en mi otra mitad. Que, juntos, somos un todo. Que, en el tiempo que hemos pasado juntos, me he sentido el hombre más afortunado por tenerte a mi lado. Por despertarnos juntos. Ya no soy capaz de vivir sin tu sonrisa. Sin tus besos. Soy egoísta y me niego a hacerlo. No quiero volver a pasar ni un segundo más de mi triste existencia, sin ver cómo tus ojos se iluminan cuando me ven. Por todo esto, quiero que vuelvas conmigo, y que nos acompañemos en el camino, lleno de curvas y pendientes, que es la vida. Estás metida en mi sangre. Eres parte de mi corazón.- ya no sabía cómo decirle que la amaba como un loco desquiciado. Se había vaciado. Lo había dicho todo y, sin embargo, su silencio no hacía más que inquietarle. Nervioso, volvió a preguntar: ¿Qué me dices?
- La respuesta es, sí...
Con la voz tomada por la emoción, sus palabras salieron en un pequeño hilo de voz. Y, aún así, fue más que suficiente para que él entendiera todo lo que aquella simple respuesta implicaba.

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